Erasé una vez que aprendí a leer. Que tus ojos de mirada penetrante con el cartel de “bébeme” de Alicia en el País de las Maravillas no eran más que el camino de migas de pan de Pulgarcito para poder regresar al lugar del que venías. Y mi mirada, que pretendía esconder mi alma para siempre, era reflejada en el espejo de la verdad de la madrastra de Blancanieves. Cállate espejo, porque hubo
un tiempo en que aprendí que lo eterno es efímero y lo
efímero es eterno. Tus palabras se las llevó el viento tan fácilmente como la casa de paja de los tres cerditos fue soplada por el lobo, dejando un susurro a modo del batir de las alas de Campanilla. Que era difícil escalar a tus labios si no extendías tus trenzas de Rapunzel, y yo nunca te prometí hacer una plantación de judías mágicas que, con sus tallos, construyeran una escalera a mi cielo. Recuerda que los zapatos de cristal muestran las imperfecciones de tus pies y que, aunque chasquees los zapatos rojos, nunca llegarás hasta el mago de Oz, que te dé un corazón para amar, un cerebro para pensar y el coraje necesario para equilibrar a ambos. Tus verdades a medias no hicieron crecer tu nariz de madera, señal que hubiera sido inequívoca para sacar el guisante que no me dejaba dormir de debajo de los colchones. Pero, mientras tanto, el patito feo creció y se convirtió en cisne, y en el proceso derramó varias lecheras, que resultaron contener agua salada de los mares de la sirenita. Y cuando despiertes de tu sueño, Bella Durmiente, no esperes encontrar una vida hecha de chocolate y caramelo como la casa que encontraron Hansel y Grettel en medio del bosque. Que aunque, para escuchar, tengas las orejas tan grandes como las de Dumbo y en el horizonte suene una bonita melodía proveniente Hamelin, soldadito, tus pies de plomo no te van a permitir moverte, porque… Érase una vez que aprendí a leer a las personas y, aun así, cada persona es un nuevo cuento.